La chispa adecuada

¡Reflexionemos e inspirémonos!

Es complicado dilucidar dónde acaba una era y dónde empieza otra. Quizá en el pasado, tanto el lejano como el próximo, resultara más fácil: no se puede dudar de que una revolución marca un antes y un después en las vidas de los que la viven, tanto directa como indirectamente. Violenta o no, global o no,  sea con guerra y levantamientos cruentos o con sigilosos pasos capitalistas, nunca cabrá la menor duda de que ello llevará implícita la palabra, la palabra con mayúscula: cambio. No vamos a centrarnos en los que hoy vemos; vamos a centrarnos en los ojos con los que hoy vemos, ya que como alguien dijo alguna vez… todo depende de los ojos con los que se mire.

La cuestión es simple. La cosa está chunga, muy chunga, y érase una vez, en un país llamado España, que un 15 de mayo, de una forma igualmente sigilosa y mayormente a través de esa red invisible que hemos creado llamada Internet, la gente se echó a la calle. Hay algo que no nos gusta, o más bien muchas cosas. Y en ese ‘nos’ incluyo, por supuesto, a todos aquellos que no están ganando nada con esta crisis, ni están exprimiendo esta coyuntura deprimente para sacar el máximo provecho, muchas veces disfrazado de EREs, reorganizaciones de la producción, replanteamiento de plantillas y demás eufemismos biensonantes. Seamos personas inclinadas a reflexionar más o menos sobre la situación o a despotricar gratuitamente, siempre habrá un motivo para ello, y considerándome (siempre humildemente por supuesto, y desde mi gran vacío de conocimiento general sobre… todo) del primer grupo, la primitiva sensación que tengo es la de que todo está fuera de nuestra mano. La gente no tiene trabajo, y nosotros no podemos dárselo. A nuestro vecino se le acabó el paro, y no podemos hacer nada para que le alarguen la prestación. A Fulanito de Copas le embargan la casa, pero yo no puedo devolvérsela. La Bolsa va mal, muy mal, pero yo no puedo devolverle a nadie la confianza. No puedo condonar deudas. No puedo destapar el fraude y la corrupción. No puedo abrir la caja fuerte del banco y repartir lo que sobra, cambiar la nota de las agencias de calificación que tanto nos machacan (a veces toman consideración de entes casi ‘fantasmales’). Quizá parezcan absurdas afirmaciones, pueriles; pero lo cierto es que todo lo que hace que el mundo vaya en una dirección o en otra, está simple y llanamente fuera de nuestro alcance.

Pero el 15 de mayo la gente salió a la calle. Expresó de forma espontánea y, basándonos en las pancartas y consignas, muy personal, mucho de aquello que les preocupa, de lo que les oprime o les angustia. Vendo familia para pagar hipoteca, mis sueños no caben en vuestras urnas, en tiempos de engaño global la verdad es revolucionaria. No hace mucha falta contar cómo siguió y cómo se expandió todo aquello, cómo de pronto muchos jóvenes y no tan jóvenes eran una nueva raza con un nuevo nombre, ‘indignados’. Porque no había nombre mejor, el mundo se cae a pedazos, la gente sufre, y como ciudadanos y abrazando ese concepto, como personas, nos indignamos. Pudimos levantar la voz contra eso.

Dicen que las grandes revoluciones siempre empiezan con una voz que habla. En nuestro caso puede definirse como una voz colectiva. Pero a mi juicio, no debemos olvidar que las voces son las que convencen corazones, pero son las manos las que cambian mundos, ellas y las cabezas pensantes que las mueven. Por supuesto que no hay que dejar de pensar, ni de idear cuán maravilloso puede llegar a ser un mundo nuevo, pero no hay que desfallecer. Y ahí se quedó el movimiento indignado, en el grito de todos; la práctica se fue diluyendo poco a poco en el olvido, y muchos fueron calificados de estorbos o gamberros en sus asentadas, en sus acciones para evitar desahucios. El diálogo entre generaciones y esa iniciativa de los que sabían enseñando a los que no, el compartir ideas e iniciativas, fue sin duda fuerte y conocido… pero a efectos prácticos ahí se quedó, en anécdota. Bella, pero caduca al fin y al cabo.

A pesar del tono derrotista que quizá imprimo a mis palabras, estoy convencida de que ese espíritu no ha desaparecido, desgraciadamente porque nada ha mejorado y todas las soluciones continúan con su nota de ajenidad para con el ciudadano… Y podría revivir sin duda alguna, porque las ideas no mueren; pero falta lo más importante. Necesitamos una continuidad, una base sobre la que construir lo que caracteriza las revoluciones, los grandes movimientos: el cambio. Y lo primero de todo, posiblemente lo más difícil, será deshacernos de la idea de que no podemos cambiar nada, un convencimiento real de que el futuro lo hacemos nosotros. Un banco no es nada sin cada uno de los euros que nos pertenecen, un partido no consigue nada sin cada uno de los votos que los llevan a gobernar, de la misma manera que una fábrica es estéril sin la fuerza de trabajo que, sin pertenecerle, le da vida. Sin quitarle ni un ápice de valía a todas las manos que se levantaron en esos días de protesta, el capitalismo en todas sus formas está tan naturalizado y ha echado unas raíces tan profundas en nosotros que supone el principal motivo para que sigamos sentados en el sofá como espectadores de este grotesco espectáculo; y lo primero para derrotar a un enemigo es conocerlo. Primero hay que saber, ¡saberlo todo! O todo lo posible; la apatía y la indiferencia tienen que desaparecer de nuestra sociedad. De los jóvenes sobre todo, y que ello venga de la mano de manos y mentes expertas, de las de nuestros mayores, que son las que podrán conducirnos por nuestra historia y mostrarnos todas las herramientas que hay a nuestro alcance. Esto es un trabajo conjunto, no excluye a nadie, por la sencilla razón de que ni una persona es independiente de su entorno; es una misión compartida, de pasos conjuntos, de acuerdos, desacuerdos y metas globales. ¿Es posible? Por supuesto, si podemos llegar a considerar la lucha por el bienestar propio y el del compañero como uno solo.

Aquél o aquella que nos convenza de ello, de que nada nos es impuesto si no lo deseamos más que por nosotros mismos; de que todo es creado y nada designado por orden divina, sino humana, y de que aquello que puede ser imaginado puede ser de alguna u otra forma real y verdadero algún día, será el que nos cambie la mirada, el que nos dé unos ojos nuevos. Porque eso es lo que nos hace falta, cambiar el chip. De toda la vida lo que ha sido inventado y no ha servido, se ha desechado. ¿Qué diferencia hay ahora? La dificultad… Pero no, estoy segura de que todos aquellos que se levantaron un día, ya sea individualmente o apoyados en la colectividad, esconden la capacidad y el deseo del cambio. Si hace falta, despertemos el orgullo, y que nadie pueda llamarnos cobardes.

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