El puente


Aquel tropiezo entre la oscuridad y el desorden había sido como encontrar la isla del tesoro. Sólo los bribones de la novela de Stevenson podían entender lo que se siente ante tamaño descubrimiento, porque con ello había tropezado: con un corazón. Un corazón de unas 100 páginas, amarillento y desgastado, oliendo a tiempo y a escondite entre el polvo. Las líneas escritas, sinuosas e irregulares como serpientes que tuvieran prisa, le desvelan el secreto de alguien antiguamente conocido, susurros fortuitos llegados de otros años.

“Mi vida, mi día entero es la búsqueda de una libertad que ni siquiera tengo ya la certeza de que se haya inventado, de que exista bajo otro nombre: recuerdo, traición, poesía, huida, arte, sensualidad, muerte. Muerte de los cimientos, de la balanza […]”.

Una llamada muda a cualquier oído del 5 de marzo de 1942, su abuelo encerrado en una mente y una época, una posguerra y un no entender, y desde el presente, ella que le abraza el alma de papel y siente que en un segundo inventado sólo para ellos, se vuelven a dar la mano.

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